viernes, 16 de octubre de 2015

No se si es Baires o Madrid.

Voy manejando, perdido en alguna esquina de Morón, yendo de una obra a la otra. Siempre apurado, siempre a las corridas, asi es mi trabajo. Correr de un barrio a otro para resolver, escuchar, hablar, pedir, informar. La radio que siempre escucho está pasando una tanda comercial y el zapping Am que intento no me da nada interesante. Lanata en un dial, Rial en otro, no me entusiasma nada de lo que están hablando.

Paso a la Fm, en una radio me pasan un tema de Enrique Iglesias... -¿Enrique Iglesias? - pienso y casi que me ofendo con todos aquellos que pueden tolerar escuchar un tema completo. Otra Fm está pasando un aviso político. Una tercera radio pasa un comercial de colchones, una cuarta una canción en inglés que no conozco y en la última radio de las memorias que tiene el auto están hablando dos tipos sobre un Twit de Agustina Kampfer. Volver a intentar el zapping es una tentación, un deber, aunque sé perfectamente que no voy a encontrar algo interesante.

Nadie me corre ni me apura. Yo sólo me corro y me apuro. Me genero los problemas que padezco, me pongo metas que no puedo cumplir. El semáforo recién se puso en rojo, una pareja de viejitos cruzan la calle Mitre a la altura de Abel Costa. Me gusta Morón -me consuelo- o al menos me empieza a gustar más que cuando empecé a trabajar de esto. Tiene una rara mezcla de ciudad céntrica con barrio periférico. Las panaderías abundan, la gente sale de los locales con facturas, hay cientos de comercios diminutos.

Un nuevo semáforo. Cruzan dos o tres obreros con un caño de PVC gigante y ya no bacilo, no pienso en volver a hacer zapping y pongo un disco de Serrat y Sabina. "Dos pájaros de un tiro", en vivo. Voy directamente a la canción que quiero escuchar. Es un enganchadito que arranca con "Aquellas pequeñas cosas" y sigue a modo de rumba con "Ruido" y "El muerto vivo". Empieza la rumba, el flamenco, no se que ritmo musical es pero me gusta. Me pongo a hacer palmas en el auto y subo el volumen. El tipo del auto de al lado me mira absorto. No entiende. Él está escuchando a Gonzalez Oro y no sabe lo que se pierde.

Ella le pidió, que la llevara al fin del mundo. El puso a su nombre todas las olas del mar. Se miraron un segundo, como dos desconocidos. Todas las ciudades eran pocas a sus ojos. Ella quiso barcos y el no supo que pescar.

El semáforo se pone verde otra vez y yo estoy perdido en una callejuela de Tirso de Molina. Y veo al florista y al marroquí que vende películas. Y la gente toma un chocolate con churros en un bar. Y de una taberna hermosa, familiar, diminuta, salen oficinistas que se tomaron unas cañas. En una de las mesas que están en la vereda hay dos tipos comiendo un bocadillo, tomando una Estrella de Galicia.
Sobre la mesa duermen los restos de un plato de berberechos con salsa. Paso por una plaza y dos viejitos de esos que tienen una sola ceja continua están jugando al tute o a la brisca. Sigo calle arriba, como subiendo hacia el Palacio Real. Doy la vuelta en la Gran Vía y de lejos veo la estación Callao y el Corte Inglés. Hay un cien montaditos cerca y se huele la fritanga de las rabas y las papas. Me pasa por la derecha un bus turístico que hace viajes a Segovia. Al llegar al semáforo veo el chiringuito que vende bufandas del Madrid y algunas del Aleti,

Las grandes tiendas me deslumbran, me distraen, tanto que casi choco con un Seat Ibiza que frenó delante mío. -Subnormal!- me grita uno que pasa por la vereda. La gente cruza la avenida con bolsas de Zara. ¿Será día de compras? Hay un aire calmo, como si el stress del mundo hubiera desaparecido. Dos o tres gitanas le adivinan la suerte a unos chinos que le sacan fotos a todo lo que ven.

 Los bares están llenos. Hasta los topes. ¿Nadie está trabajando?¿Será el mediodía? Miro el reloj del auto y hago la cuenta automática; en Madrid ya es casi la hora de almorzar. Aparco el carro y bajo contento a meterme en un bar. No hay mesa y el camarero me ofrece una cañita para esperar con unos pinchos de tortilla de patatas. -Especialidad de la casa- me dice. No hay apuro. Nadie se apura. A nadie le importa un carajo el reloj. Apuro la caña cuando me avisan que ya tengo donde sentarme.

Reviso la carta minuciosamente y encuentro una tapa que tiene una pinta bárbara. - Que ganas de unas gambas- pienso y ordeno. -¿Y para beber? - me preguntan, como si no supieran que quiero otra cañita.

En la tele del bar está puesto un programa del corazón. Están hablando de historias de amores entre un torero y una cantante, no le doy demasiada importancia. Tomo el Marca de la mesa de al lado y me maravillo con el Hat-Trick de Messi. Una nota bastante extensa sobre el triunfo del Madrid, y los extractos de una conferencia de prensa.

Tiro unas monedas antes de irme . -¿Cuando fue la última vez que pagué una comida con monedas?-
Una propina, apuro la caña de un sorbo y otra vez al auto, a seguir recorriendo, a seguir disfrutando.
 -Que ciudad maravillosa- pienso mientras doy la vuelta a la Cibeles y encaro para el Retiro. Hay muchos turistas. Muchisimos. Se agolpan en los museos, en los bares, en los mercados. Todos se sacan fotos con la Cibeles, con la Puerta de Alcalá, con las estatuas vivientes de las plazas. Manejar a esta altura se hace como un acto reflejo, la atención se concentra en la calle. Los edificios antiguos, los frizos, las molduras, las cornizas, las estatuas, la gente.

Los cartelitos del metro me generan algo especial. Amo el metro de Madrid y no se por que. Amo esta ciudad. Que dichoso soy de poder vivir aca, trabajar acá, comer acá. Sentirme parte aunque sepa que soy ajeno. Saber que el Mercado de San Miguel me espera a unas cuadritas de casa cuando regrese del curro. Tener la certeza que hoy a la noche voy por un plato de Pulpo o algo de Bacalao con su buen vaso de sangría.

Al fondo de la avenida que roza el Reina Sofia veo Atocha y pienso en las ganas que tengo de tomarme un tren a Barcelona y caminar por la rambla. Que ganas de comer algo mirando el mediterráneo.Que ganas de visitar otra vez la Plaza Catalunya y ver como el catalán se te pega en la lengua como se nos pega el portugués cuando visitamos Florianópolis y hago palmas dentro del auto y canto a los gritos, por que la música me invade y me llena de sensaciones y Madrid está hermosa. Está entrando el otoño y dicen los saben que es la mejor estación de todas.

Entonces salta el CD y la pista se queda clavada repitiendo "No estaba muer... No estaba muer... No estaba muer..." y vuelvo a girar en García Silva, paso por otra panadería y hay unos pibes en la plaza. Uno tiene la camiseta de Morón y pienso que hoy debe jugar el gallito.- Me tengo que apurar- pienso al darme cuenta que me pasé dos cuadras y me están esperando los cementistas para preguntarme que cantidad de hierro le vamos a poner a la losa.
Vuelvo a la radio, otra vez, para escuchar una entrevista con uno de los candidatos a presidente, y pienso que tendría que viajar más seguido. La música me transporta y no soy el único. La música me permite vivir en Madrid, con lo que me gusta, y trabajar en el conurbano. No sé si es Baires o Madrid. No sé si quiero vivir allá o vivir acá. De algo estoy seguro, puedo viajar donde quiera mientras siga teniendo Cds en la guantera.



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