viernes, 13 de septiembre de 2019

Recuerdo de Salta

Iba caminando perdido cerca de mi casa, la avenida se abría delante de mi y dejaba ver el sol entre los árboles; de frente y casi en silencio, los autos avanzaban cautelosos como si fuera domingo, pero era jueves.
Ese día conocí a Josefina. La conocí sin conocerla, que es la mejor manera de conocer a alguien. Conocer sin conocer me permitió inferir sus secretos más íntimos, inventarle cualidades ocultas y construir pequeñas historias que ella pasaría de contarle a quienes si la conocen. Supe que se llamaba Josefina, aunque bien podría llamarse Florencia, y miraba la calle desde un balcón en un cuarto piso.

Espiaba la vereda escondida entre unas macetas; sin prestar demasiada atención pero con la ligera concentración que se necesita para despertar, cuando sea necesario, el ojo minucioso que detecta los pequeños e indispensables detalles.

Josefina esperaba a alguien; esperaba ver a alguien pasar. Alguien que, seguramente, pasa todos los días a la misma hora por esa calle. Lo supe por su forma de vestir y porque no parecía estar preparada para bajar a abrir la puerta.

Fue entonces que, casi por deducción, conocí a Santiago, quien bien podría llamarse Ariel. Estaba pronto a pasar por debajo del balcón de Josefina camino a la parada del 44, como hacía todos los días.

Santiago y Josefina se conocen desde hace mucho tiempo; más del que Santiago lleva viviendo con Estefi y mucho más de los años de vida que tiene León, su primogénito. Se habían conocido en un bar de Flores cuando ninguno tenía más de dieciocho años y todavía no sabían que carajo hacer de sus vidas.

En la vida del Santiago de dieciocho años todavía no existía Andrea, ni había hecho ese viaje a Gessell donde ella lo dejó por rata. Tampoco Vicky había intentado presentarlo a sus padres como su novio formal una noche en que los dos se quedaron desvelados haciendo un trabajo práctico para la facultad. En ese momento en que Santiago conocíó a Josefina, le invitó una cerveza y se fueron juntos a vagabundear por plaza flores, Estefi todavía vivía en Hurlingham y trataba de digerir la idea de sus padres que querían mudarse a la Capital para estar más cerca de sus trabajos.

Cuando se sentaron en el banco de la plaza que da hacia la calle Yerbal Josefina no sabía que existía Marcos, mucho menos que iba a engañarla con una amiga de su hermana. Tampoco sabía que vendría Pablo, le endulzaría los oídos con palabras lindas y terminaría siendo un psicótico de manual que la perseguiría durante años. En la vida de Josefina no estaban ni Esteban ni Lucas ni el otro Pablo ni Alejandro ni Mariano ni Emmanuel; en ese momento, al igual que ahora, solo estaba Santiago.

A Jose no le gustaba guardar en su casa recuerdos de viajes ni fotos ni adornos ni souvenires. Cada regalo que algún amorio pasajero le hacia era desechado segundos después de la ruptura; como para no tentarse con un llamado inoportuno o alimentar esperanzas absurdas. Nunca pudo enamorarse, nunca pudo elegir a alguien. Lo único que permanecía eternamente postrado sobre un mueble de mimbre era un recuerdo que Santiago le había traído en su primer viaje con Estefi. "Recuerdo de Salta" dice; es un mate de cuero y siempre tiene al lado una foto de Él que Josefina esconde cada vez que alguien la visita.

Santiago pasaría por la vereda de su casa, miraría al balcón del cuarto piso y con una sonrisa cómplice la saludaría para dejarla tranquila. Hoy no era el día para subir a verla como hacía cada vez que tenía una mañana libre. Santiago se había despertado a horario, había saludado a Estefi, llevado a León al jardín de infantes y leído el diario en el celular mientras apuraba una taza de café negro. Tenía una mañana agitada y llena de reuniones y no podía perder tiempo.

Jose no sabía esto, porque nunca sabe que día Santiago va a subir al cuarto piso. Ella espera cada día verlo pasar y ruega que al llegar a la puerta del edificio saque de un bolsillo escondido de su mochila la llave de su casa. El portero lo conoce y por eso no hace ningún comentario. Cuando el milagro sucede Josefina tiene una mañana a color y no cargada con esas tonalidades sepia que la deprimen. Al fin de cuentas lo que Santiago tiene para ofrecerle solo es esa sonrisa cómplice y una franqueza cruda que le sale por los poros, un tendal de mentiras que ella ya no le obliga a soltar, alguna que otra licencia poética y un ego que no entra en la habitación. Jose, en cambio, le ofrece su preciosa intimidad y la tierna complicidad que entremezcla esa amistad cocida a fuego lento con un juego de seducción interminable. Se ofrece Ella, como tesoro y como premio. Se ofrece Ella y para Santiago eso es más de lo que nadie, ni siquiera Estefi, le haya ofrecido.

Les pasa por la cabeza y lo saben; cada vez que lloran, rien, se regalan una charla conmovedora o desatan a la fiera que duerme cautiva dentro de ellos están agrandando mutuamente una herida que lleva abierta casi una década en el lóbulo frontal de cada uno. Son solo ellos, en un mundo retorcidamente absurdo, intentando vencer las agujas del reloj y el via crucis de una vida de lógicas concecuencias.

Los días en que sube al cuarto piso son bastante parecidos, tienen adosada la magia de la rutina inevitable que reconforta y borra la inmundicia del departamento lúgubre y oscuro. Esos días desempolvan los rincones del dormitorio de Josefina y le dan nuevo brillo a sus opacas ventanas.

Toman mate en la cocina, comen unas tostadas de arroz y Él le cuenta lo dificil que se le está haciendo vivir con Estefi y León y tener que ocuparse de criar un niño tan pequeño. Al principio ella escuchaba ese derrotero de vivencias con alguna esperanza de que algún día le prometiera dejarlos y vivir para siempre en ese cuarto piso frente al Parque Chacabuco; con el tiempo fue perdiendo las esperanzas y con ellas las ganas de salir y conocer otra gente. Se metió de lleno en el espiral oscuro de la resignación y ahora que no sabe ni que quiere ni que tiene solo se consuela con esas mañanas en que hacen el amor pasionalmente, se besan, se abrazan y planean un viaje que nunca en la vida van a hacer.

- Estoy cansado de esta vida de mierda - dijo él la última vez

- Cansado de pasar por tu casa, mirar para arriba y saber que estás acá y que tengo ganas de subir para quedarme; vivir toda la vida con vos.- agregó

- Dejate de pelotudeces Santiago - le respondió ella entre risas

- El problema es que no puede ser acá ni ahora ni en este mundo ni en esta vida .- le dijo ignorandola

- Tendríamos que irnos de esta puta de ciudad de mierda a un pueblito de Salta, donde vivamos lejos de todos. Lejos de mi vida, lejos de la tuya. Laburando de cualquier gansada, tomando mate y leyendo a Cortazar. Tendríamos que mudarnos y vivir la vida que nos haría felices, la verdaderamente importante- finalizó

Ella miró de reojo el recuerdo de Salta que estaba sobre el mueble de mimbre y contuvo las lágrimas con un esfuerzo sobrehumano que Santiago no pudo detectar.

- ¿Vos no te movés de la ciudad ni que te maten y te vas a ir a vivir a Salta? - le recriminó burlonamente

-Bueno. Me acuerdo cuando fui con Estefi. Es un lugar precioso, lleno de paz.- le respondio

- Vos no te acordás ni que día naciste y me querés hacer creer que te acordas de un viaje que tuviste hace diez años. - dijo ella

-Me acuerdo de tu sonrisa, que es lo único que me importa ahora.- gambeteó con una poesía repugnante

- Por cosas como éstas te quiero y te odio tanto- le dijo ella y comenzó a limpiar el cenicero.

La respuesta fue un prolongado silencio. Él miró el reloj de la muñeca y se preparó para irse, la saludó con un beso en la mejilla y un abrazo lleno de ternura. En el teléfono tenía un mensaje de Estefi que le pedía que vaya por León que había levantado fiebre.

- Es Estefi - le dijo - León está enfermo y lo tengo que pasar a buscar; pobre gordo -

Ella resopló con ligera resignación e intentó dibujar una sonrisa.

-Andá boludo! - le dijo finalmente disculpándolo sin que Él se lo pidiera.

Santiago pasaría varios días sin subir al cuarto piso y Josefina seguiría escondiéndose entre las macetas, mirando el mate de cuero y recostándose en el sillón a meditar cuando, después de la misma sonrisa cómplice de todos los días, Él cruzaba hacia la otra calle. Apagaría el teléfono, daría varios partes de enferma en su trabajo y pasaría otro mes sin visitar a amigos ni familiares.

Por momentos se sentía bañada de tristeza, carente de imaginación y con la mochila de la resignación cargada sobre las espaldas. Esperaba el cansino paso del tiempo, tenía un deseo horrible de verlo morir a Santiago de una vez y recuperar diez años de tiempo perdido. Finalmente y después de meditar un rato veía el mate de cuero, tomaba la foto entre los dedos y se sentaba nuevamente entre las macetas, con la cara luminosa de esperanza y el pulso acelerado.

Hoy volví a pasar por esa calle cerca de mi casa y Josefina no estaba en el balcón. Me quede parado un buen rato esperando ver pasar a Santiago, mirar para arriba y hacer la típica sonrisa cómplice. 

Después de veinte minutos de espera supuse que estarían tomando mate en Salta y me puse contento por ellos.

viernes, 6 de septiembre de 2019

Perdido en el barrio de Flores

El barrio de Flores tiene dos sub divisiones que generan una grieta profunda entre quienes nacimos ahi. Aquellos que nacimos de Rivadavia al sur, los del Bajo Flores, creemos que aquellos nacidos del otro lado de la vía deberían pertenecer a la Paternal. Su cultura se hermana más con la de ellos; deberían ser del bajo Paternal y dejarnos a nosotros el control moral de nuestra división administrativa.

Para ellos -supongo ya que no soy de allí- nosotros deberiamos formar parte del Alto Villa Soldati y así dejar de intentar pertenecer a la clase media porteña que no nos representa.
Nos tiroteamos mutuamente con falsas e incómodas ironías para hacernos notar que no pertenecemos.

- Yo vivo por Avellaneda y Boyaca - nos cuentan
- Ah, ¿y eso que es? ¿La Paternal o Villa Mitre? - les respondemos hábilmente

Creo que esta diferencia es la que provoca que la geografía conspire sin escrúpulos contra unos y otros. Los barrios hablan, tienen vida, nos realizan acciones, nos desafían y nos provocan. Es por esto que a mi el Alto Flores me vive atormentando; me engaña, me prepotea, me desorienta. Nunca logro acomodarme por ahi, ubicarme, guiarme. En un primer momento supuse que era parte de un impulso inconsciente por no querer aceptarlo como parte de mi vida; después entendí que es el propio barrio el que me detesta.

Hay días en que me encuentro paseando por Plaza Aranguren y al doblar por Avellaneda, ésta se convierte en Gaona y de frente me ensombrece el Policlínico Bancario; en otras oportunidades subo por Boyacá y cuando el semáforo de Neuquén se pone en verde me encuentro bajando por Nazca a la altura de Aranguren. Paseando por la Plaza de los Periodistas me aparecí en la Plaza del Ángel Gris sin entender bien cómo y el cruce de vías de Artigas siempre cambia de sentido cuando intento atravesarlo.

Mantuve hace poco una charla de cuarenta minutos acerca de un bar de la calle Seguí y Felipe Vallese que resultó estar sobre Bacacay casi en la esquina de Donato Álvarez. Estuve en ese bar toda la noche y al salir había cambiado de nombre y de dirección al igual que hace El Sol de Galicia que cada vez que lo necesito está emplazado en un rincón diferente del barrio.

En la guardia del Hospital Álvarez abundan las visitas de gente que está desorientada. Según me contaron algunos médicos, infinidad de personas ingresan creyendo estar en el Piñero y aluden que venían corriendo por Varela huyendo de la hinchada de San Lorenzo, otros cuantos preguntan que tan lejos queda el Durand, ya que les dan mala espina las enfermeras nacidas en el Alto Flores.

Incluso los oriundos de allí se desorientan; quizá el barrio no termine de reconocerlos o sospeche que en realidad son de Caballito. Hace poco conocí una persona del Alto Flores que no tenía muy en claro si vivía cerca del Patio de los Lecheros o Plaza Irlanda. A veces vive enfrente de la Plaza Aranguren; otras veces sobre la calle Andres Lamas a la altura de Franklin; incluso me pareció haber escuchado que lo hacía en cercanías de Carabobo y Rivadavia en un claro e infructuoso intento de querer pertenecer a este lado de la grieta.

A esta altura tengo la leve sospecha de que en esa zona abunda la gente pretenciosa y altanera. El barrio nos miente para pretender ser algo que no es y con esto no exagero para nada. No existe más que una sola plaza que cambia de lugar conforme nos vamos trasladando; la calle Mendez de Andes cruza dos veces la misma avenida; es bastante obvio que Donato y Boyacá no son arterias diferentes, y las chicas lindas que viven en ese sitio seguramente nacieron de este lado de la vía y se mudaron de muy jóvenes. Nosotros tenemos dos líneas de subte y no hacemos tanto alarde por eso.

Algo tenemos que reconocerles; eso si. La magia que nos invade cuando entramos al bar de la calle Seguí y salimos del de la calle Bacacay o esa maravillosa sensación que nos agarra cuando cruzando Plaza Irlanda en diagonal salimos a la esquina de Terrero y Avellaneda. Esas licencias creativas que nos regala el lugar valen lo suficiente como para seguir alimentando la grieta.